Comentario
Más que en otras etapas de la Prehistoria, durante el Calcolítico el arte desempeñó un papel fundamental. Por cuanto se ha expuesto, puede inferirse que el equilibrio socio-económico descansaba en la comunión religiosa, dominada por el aparato funerario y sobre todo por la reafirmación ritual de la ideología comunitaria.
En este contexto, el arte, al menos como manifestación evidente del ritual y de la expresión ideológica, es el vehículo que articula las manifestaciones externas de comunicación entre la vida de los mortales y las fuerzas superiores. La muerte parece presidirlo todo, si bien, la monumentalidad, buscada intencionadamente en la construcción de tumbas, y la prodigalidad de los objetos, auténticas muestras de arte mueble, normalmente depositados en las tumbas, pueden dar una visión sesgada sobre el destino y función de las manifestaciones artísticas, muy escasas en cuanto respecta a los hallazgos procedentes de poblados.
Por otra parte, contamos también con espacios naturales dedicados exclusivamente a soportar el denominado arte rupestre, más impreciso en su destino, pero cuya función rebasa lo funerario en sentido estricto.
Un denominador común preside y unifica toda expresión artística del Calcolítico: su capacidad simbólica y el gusto por la figuración abstracta sin apenas concesiones a la forma real.
Esta singularidad se manifiesta en la adopción de un lenguaje artístico que rehuye la representación figurada y narrativa. Que descompone y reduce los aspectos formales, sugiriendo la idea sin llegar a concretarla. No está interesado en el detalle ni en la normalización figurativa. Bien al contrario, se prodiga en la abstracción y multiplicidad de los símbolos, polivalentes en su significado, limitándose todo lo más a expresar determinados conceptos, repetitivos pero inmensamente ricos en su modalidad, mediante esquemas lineales calificados de esquemáticos.
En suma, el arte queda condensado en un sinfín de signos y símbolos herméticos, solamente reconocibles o identificables por la fuerza del número y repetición de circunstancias, que han permitido crear, por entrecruzamiento de atributos, nuestras pobres referencias a determinados conceptos. Así, reconocemos la recreación tridimensional de objetos transportables a modo de esculturillas, a los que denominamos ídolos. Se asemejan a lo humano por la insistencia de determinados rasgos, sea la alusión al propio contorno, la reiteración de los ojos, ciertos adornos corporales o, en el caso más excepcional, la representación del sexo, generalmente femenino. Estos mismos seres también aparecen en representaciones bidimensionales muy restringidas (pintura o grabado parietal). Incluso no faltan ejemplos que aluden a estas mismas imágenes representadas en determinados vasos, englobados genéricamente bajo el nombre de cerámica con decoración simbólica.
Además de los ídolos el repertorio bidimensional abunda en cuatro tipos de imágenes:
- El motivo oculado, solo o doble, a manera de sol. Su aspecto ambivalente lleva tanto a la alusión del poder concentrado en los ojos, símbolo de la divinidad más repetida, como a la genérica representación del astro solar y, por tanto, a los atributos de sus beneficios o a la referencia celeste.
- La representación ramiforme. Rama o vegetal muy esquemático asociada generalmente a un motivo oculado/soliforme. Esta asociación, reiterada en diferentes contextos, hace suponer que el ramiforme concentra el simbolismo más relacionado con la vida campesina: la referencia expresa a la Tierra y a la regeneración continua de la vegetación, exponente por tanto de la abundancia y de la fertilidad en los diferentes planos de la Muerte o de la Vida.
- El esquema del cérvido, dibujado siempre con exuberante cornamenta rameada, ya sea como referencia ancestral a los antecedentes cazadores del hombre o como animal elegido para simbolizar la fecundidad genérica o el beneficio de la Naturaleza.
- El signo triangular (solo, doble e incluso triple). Aquí parece obvia la alusión al sexo femenino cuando se trata del triángulo más simple. La forma bitriangular o de reloj de arena hace referencia a la silueta corporal acéfala y de estrecha cintura, y, cuando se incorpora la cabeza, se obtiene la forma tritriangular, mucho más escasa.A ello se añaden los signos geométricos en zig-zag, identificados normalmente como símbolo del agua cuando son horizontales (una alusión más al beneficio de la Vida); los que adoptan formas de peine (pectiniformes) o toda la gama de retículas y bandas en posición vertical u horizontal, cadenas de rombos..., motivos muy frecuentes en el relleno de diferentes tipos de ídolos y cuyo significado puede no ser unívoco.
Otro tanto podríamos decir de los dibujos a modo de escalera, semielipses concéntricas, arcos, punteados, etc.
Asociaciones y contextos guían la interpretación, siempre conflictiva y enigmática.
En honor a la verdad hay que indicar que esta tendencia al esquematismo y a la abstracción tiene su origen en la etapa neolítica. Las transformaciones vinculadas a la producción de alimentos, especialmente el cultivo de las plantas, proporcionaron al hombre una nueva experiencia y unas referencias mentales distintas a las de las sociedades cazadoras. Así se justifica que el sol y el elemento vegetal, principios complementarios para engendrar la vida de la Tierra, gocen de tanto favor y sea durante el Calcolítico, en el avance de la economía agrícola, cuando estos símbolos se multiplican y se crea toda una constelación de referencias al orden de la Naturaleza que rige y propicia la regeneración constante de la Vida. En el mismo sentido se interpreta la referencia explícita o implícita a la Mujer o, más ampliamente, a cuanto encierra de reproducción el sexo femenino.
Es en el arte parietal donde los motivos esquemáticos y los signos abstractos se multiplican, y será precisamente en la pintura rupestre donde la figura humana encuentra su lugar, formando parte de un lenguaje gráfico, sumamente diversificado, cuya lectura está por desentrañar.
Este dominio del símbolo como medio de expresión se encuentra también plasmado en la propia arquitectura megalítica dedicada en su práctica totalidad a las construcciones funerarias. La monumentalidad de las tumbas sobre la superficie, visibles a modo de colinas dentro del propio paisaje, son una auténtica exaltación de la Muerte. Incluso los ejemplos de fortificaciones más sofisticadas, eminentemente utilitarias, pueden interpretarse, dentro del territorio jerarquizado, como símbolo de la fuerza y el poder acumulados en el centro que rige el gobierno de los vivos.